El míster despistado

Volvió a llegar con cara de circunstancias, malhumorado y mostrando evidentes signos de cansancio. Había pasado el fin de semana fuera de casa y, cuando llegó, ni siquiera preguntó por el estado de su hija, la pequeña, que estaba con un virus intestinal y se había pasado todo el día yendo del sofá hasta el inodoro. Tampoco se había dado cuenta de su nuevo tinte, un chocolate claro que sus amigas le habían asegurado que le sentaba muy bien y con el que ella pretendía recuperar la pasión conyugal desaparecida.

─¿Por qué vienes tan tarde? ─le preguntó sin intención de que sonara a reproche, aunque fue exactamente así como lo hizo.

─El avión se ha retrasado. Están los aeropuertos como el resto del país: hechos una mierda.

─Otra vez habéis perdido ─dedujo ella, que llevaba tres años casada con el entrenador del equipo de División de Honor juvenil que ahora era, y cinco previos con el aspirante que había sido antes─. No sé para qué sigues, no te da más que disgustos. Y cada vez te vemos menos.

─Íbamos ganando, jugando como nunca. Pero el árbitro se ha inventado un penalti en contra cuando faltaban dos minutos y, para colmo, nos han metido un gol en fuera de juego en el descuento. Ha sido una encerrona. En las islas, ya se sabe…

Siempre decía lo mismo. Pero lo cierto es que su equipo no levantaba cabeza, continuaban en zona de descenso y el director deportivo ya lo había llamado a su despacho un par de veces. Era evidente que, de seguir así, no iba a terminar la temporada. Y, aunque no pudiera decírselo, ella deseaba que ocurriera cuanto antes, porque su matrimonio se encontraba en una situación insostenible.

─Esto no puede seguir así ─balbució la esposa mientras el otro ni siquiera se le aproximaba para darle un beso de llegada.

─No podemos hacer nada. El club no tiene dinero para pagar árbitros neutrales y llevarlos hasta allí. Tenemos que aguantarnos…

─No me refería a eso ─masticó el matiz con desapego, viéndolo asomarse a la cocina y buscar en la nevera cualquier ingesta sólida, antes de arramblar con las sobras de la paella que había preparado con dedicación por la mañana y que a sus hijas les habría encantado mucho más de haberla podido saborear junto a su padre. Como un saqueador, introdujo la cuchara tres o cuatro veces consecutivas en el bol y la engulló con ansia, fría y sin saborearla, como si todo el cariño y el tiempo que ella había dedicado a prepararla fueran insustanciales.

La chiquitina, con el rostro cerúleo y profundas ojeras bajo sus ojos bonitos, se arrastró por el pasillo en dirección a su padre. Llevaba el osito de peluche que él le había regalado cogido por el brazo, gesto de cansancio y una sonrisa devota:

─Papi, he estado malita. ─Le dijo mientras recibía su abrazo y se aferraba al cuello fuerte y masculino que la reconfortaba─. Mañana no voy a ir al cole, me lo ha dicho mamá.

─¿No está mejor? ─Preguntó de forma innecesaria en dirección a su esposa, que continuaba con ese rictus serio, constreñido, que a él no le animaba.

─Lleva todo el día sin comer, salvo un poco de arroz blanco, vomitando y haciendo diarrea sin parar. Está muy malita, te lo he dicho esta mañana por teléfono.

─Pensaba que ya estaría bien…

─Si nos hubieras llamado ─volvió ella a reprocharle.

La mayor de sus hijas corrió también hacia su padre. Llevaba un examen en la mano:

─¡El viernes saqué un ocho en inglés, papá! Mamá me lo ha firmado.

─Quería que lo hubieras hecho tú, pero como no llegabas y se estaba haciendo tarde…

Le dio un beso, se cambió, se sentó con ellas en el sofá y se quedó dormido, incluso, antes que sus hijas. Su mujer llevó a las niñas a sus camas y se aguantó las ganas de hablar con él, y de abrazarlo, para intentar recuperar al hombre del que se había enamorado, al cual sentía cada vez más distanciado.

En silencio, contempló su rostro sereno, proporcionado y anguloso. Lo encontró muy guapo. No reprimió la tentación de darle un beso de tornillo, y él reaccionó, dormido, protestando, retirándole la boca, girando al otro lado y farfullando un inapelable «ahora no, que estoy cansado». La mujer se aguantó la frustración, la cual tornó en cabreo cuando le sonó su móvil y, entre sueños, su esposo identificó quién lo llamaba y se despertó del todo al ver que el número correspondía al de uno de sus mejores jugadores.

─¿Qué ocurre, por qué me llamas a estas horas? ─atendió la comunicación con los ojos, inexplicablemente, como platos.

─Se me ha inflamado muchísimo la rodilla. Mi padre, que es traumatólogo, dice que me he roto el cruzado.

Le pidió que volviera a repetirlo, blasfemó al cuadrado y colgó desconcertado. Consecutivamente, llamó al fisioterapeuta, al segundo entrenador y al director deportivo de su equipo.

Cuando su mujer se fue a la cama, él seguía hablando de pruebas diagnósticas, seguros médicos y plazos de recuperación.

Ni siquiera la vio marcharse del salón.

Estaba tan centrado en cómo reemplazar al cerebro de su equipo que no advirtió que el corazón de su mujer se estaba desinflando.

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Relato publicado en Aragón Deportivo, nº 166, 11.11.17

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Acerca de michelsunenmontorio

Escritor, publicista y profesor de oratoria.
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