Promoción de sentimientos

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A Noelia había dejado de gustarle el fútbol hace años. Nunca había sido una aficionada incansable, pero en ocasiones acudía a La Romareda y celebraba los goles blanquillos con entusiasmo sincero. Ahora solo veía los partidos de las grandes ocasiones, en especial de La Roja, cuyas alegrías le reconfortaban el ánimo por partida doble: por ella misma y por su familia, porque su marido y su primogénito eran más futboleros que el banderín de Rafa Guerrero.

Pepelu no se perdía ninguna. Era el desconocido al que más veces me había encontrado en mi vida. Siempre a mi espalda en el graderío del Fondo Norte, comentando con socarronería los avatares blanquillos, celebrando las victorias y criticando a los Ligallo por sus conductas absurdas. También era mediático: en un programa de Canal Plus, cuando yo era aún un chaval, hará más de veinte años, lo vi mostrando una inmensa colección de entradas de fútbol. No sé si todavía la guarda, pero sí sabía de él que seguía al Zaragoza como visitante, porque muchas veces lo había visto en televisión cuando mi equipo jugaba fuera y enfocaban a los aficionados foráneos, es decir, a los nuestros. También lo localicé en Butarque, saltando jubiloso al concluir el partido.

Diego era del Barsa, algún defecto tenía que tener. Pero esta era una adhesión desesperada, interesada, por la necesidad de celebrar victorias y de llevar la contraria a los chavales de su clase, merengones en su mayoría. En realidad el zaragocismo palpitaba en su corazón con alma de león rampante, pero a sus quince años apenas había podido disfrutar de unas remotas alegrías blanquiazules, incompletas, como la final de Copa que perdimos en el Bernabéu contra el Español, la cual estuvo viendo acompañado de su padre.

Miguel era escritor y había presentado novedad. Se había organizado su agenda de firmas en la Feria del Libro para librar el domingo por la tarde. Por nada del mundo se iba a perder ese Leganés-Zaragoza que podía acercarnos a esa Primera División que, por historia, afición y ciudad, nos corresponde.

También estuvieron con él los Sergios, Jorges, Delias, Silvias y Pilares de toda la ciudad. Siguiendo por televisión esa final previa a las finales; ese encuentro en el que nos jugábamos promocionar y seguir vivos. Zaragoza siempre ha sido grande, jamás se rinde, y todos los zaragocistas, los optimistas y los pesimistas, se agolparon delante de sus televisores —cuando no en el mismo Leganés— con la intención de apoyar.

Noelia vio todo el partido. El primero completo de la temporada, sufriendo y maldiciendo a los ponferradinos cuando se acercaban, en las conexiones intermitentes con el Bierzo, al área de los amarillos. Pepelu saltó como un titán cuando Willian José anotó el penalti, mientras que Diego proyectó su vozarrón de adolescente sacudiendo a todo el vecindario. También Miguel, de natural sosegado, se desgañitó pidiendo más rasmia y acierto a esos futbolistas, no por limitados, menos zaragocistas que otros legendarios.

La abuela Carmen vio el partido con su esposo, el bueno de Ángel. Ella había celebrado el gol de Nayim en el Parque de los Príncipes. Asimismo, como Noelia, se había aficionado al fútbol y al zaragocismo por amor de madre: porque sus hijos eran felices cuando ese club ganaba y ahora ella lo sentía suyo, lo amaba, y deseaba que pudiese seguir dándole alegrías a sus nietos y a toda su ciudad.

El taconazo del ariete brasileño, seguido por el remate de Eldin a bocajarro, levantó de sus asientos a todos ellos, mientras Salvador Asensio jaleaba el tanto con locura. Pronto vino el jarro de agua fría, el tanto del empate, y después el descanso con los dos partidos empatados. No somos colchoneros, desde luego, pero desgraciadamente estamos aprendiendo a sufrir en estos últimos años.

Miguel sabía que el segundo tiempo sería peligroso. Las fuerzas de la mermada plantilla blanquiazul descenderían, pero hacía falta un tanto, porque el Yuri de la Ponferradina le daba más miedo que el sicario y el etarra de Psicario encapuchados en una calle solitaria.

Pepelu escuchaba el transistor mientras se trajinaba los repelos de la mano libre con afán de enajenado. El Zaragoza se estaba desinflando. “¿Se llaman Lolo y Tato?”, le preguntó la joven Delia a su padre sin dar crédito a los nuevos jugadores que entraban en su equipo. “Sí. Y ambos son más flojos que sus nombres”, le contestó él haciendo reír a sus hermanos.

Solo una zaragocista, llamada Silvia y con tres años de edad, que no se había echado la siesta Dios sabe por qué, se perdió el pitido final de ambos partidos porque se quedó dormida en brazos de su madre, acurrucadita, derrotada como la Ponferradina y el Gerona, equipo este al que el mal sueño se le va a prolongar otra temporada. El Zaragoza promociona. Pepelu lo celebró cebándose de huevos rotos y vinarro cuando el autobús paró a mitad de viaje, de regreso a Zaragoza. Había conseguido una nueva entrada con historia, positiva, para su colección. Diego reorganizó su plan de estudios para dejarse libre el jueves e ir a La Romareda para alentar a su equipo. Noelia se sintió feliz, aunque en realidad ella era castellana y no debería importarle tanto aquel equipo, aunque lo sentía propio y tenía sus razones. Los abuelos, Ángel y Carmen, se sintieron satisfechos y vieron La Jornada muy contentos.

Todo estaba bien.

Quedaban dos finales más.

Y había que ganarlas.

Acerca de michelsunenmontorio

Escritor, publicista y profesor de oratoria.
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